Janet Currie es profesora de Economía y Asuntos Públicos en la Universidad de Princeton (Nueva Jersey), codirectora del Programa sobre Familias y Niños de la Oficina Nacional de Investigación Económica de Estados Unidos y miembro de la Academia Nacional de Ciencias, la Academia Nacional de Medicina y la Academia Estadounidense de Arte y Ciencias. Sus análisis sobre los efectos que tienen las diferencias socioeconómicas, las amenazas ambientales y la falta de acceso a la atención médica en la pobreza infantil son pioneros y de referencia mundial. Nacida en Canadá, fue la primera mujer en presidir los departamentos de Economía de las prestigiosas universidades de Columbia (2006-2009) y Princeton (2014-2018).

¿Por qué una gran experta en economía como usted, que se podía haber especializado en cualquier área, ha hecho de la pobreza infantil su principal campo de investigación?
La razón tiene que ver con la manera en que fui educada. Mi madre era trabajadora social, así que conocí de cerca y desde una edad muy temprana los problemas a los que se enfrenta la gente que carece de recursos. Siempre me he sentido muy comprometida con las injusticias sociales, especialmente las que sufren los niños. En el caso de los adultos con necesidades existe la duda de si su situación de pobreza se debe a las malas decisiones que han tomado o a las acciones que han emprendido; pero en el caso de los niños está muy claro que no tienen ninguna responsabilidad, simplemente sufren el infortunio de haber nacido en la pobreza. Y creo que como sociedad tenemos la obligación de ayudarles.
En los países desarrollados se observan enormes diferencias en los niveles de pobreza infantil. Estados Unidos o España, por ejemplo, tienen tasas muy altas aunque no son países pobres. ¿Cómo se explica esto?
En primer lugar, es preciso tener en cuenta una cuestión técnica: en Estados Unidos la pobreza se mide de un modo distinto de Europa y eso explica en parte las diferencias. En Europa se considera pobre a la gente que tiene ingresos inferiores a determinado valor respecto a la mediana de ingresos, mientras que en Estados Unidos la medida oficial de pobreza se basa en los ingresos antes de pagar impuestos y en el coste de una cesta de comida que cubra las necesidades nutricionales básicas.
En las últimas décadas, la mayor parte del dinero que destina Estados Unidos a combatir la pobreza son bienes y servicios que no se miden en términos monetarios (los llamados in-kind programs): asistencia en la vivienda, ayudas financieras, atención médica, etcétera. Pero estas prestaciones no se tienen en consideración a la hora de medir la pobreza, lo que provoca que la opinión pública tenga una percepción inexacta de las cifras de pobreza.
Los ciudadanos piensan: «¡Vaya! Hemos gastado mucho dinero desde los años sesenta para reducir la pobreza infantil y tenemos la misma ratio de niños pobres que entonces. Esto significa que los programas sociales no funcionan». Lo que, por supuesto, no se ajusta a la realidad.
A raíz de este malentendido surgieron programas gubernamentales como el Crédito Tributario por Ingreso del Trabajo (EITC) y el Programa de Asistencia Nutricional Suplementaria (SNAP), que sí inciden en las variables que la Oficina del Censo tiene en cuenta para definir el umbral de pobreza y que de hecho han contribuido a que la pobreza infantil se redujese en un 50% entre 1970 y 2016.
Uno de los debates recurrentes en el plano político es precisamente si la pobreza se debe medir sobre la base de los ingresos familiares, o bien en relación con el consumo.
En los años sesenta, tanto en Estados Unidos como en España, había mucha gente que no tenía agua corriente en su hogar ni electrodomésticos de ningún tipo. Hoy en día, prácticamente todo el mundo dispone en su domicilio de los servicios básicos o de una nevera. En realidad, incluso las personas más pobres tienen un smartphone. El estándar de vida ha cambiado muchísimo en pocas décadas. No tiene sentido medir la pobreza teniendo solo en cuenta el acceso a los bienes de consumo, porque el coste de la vida es muy diferente en cada país, e incluso en áreas distintas de un mismo país.
En cualquier caso, aun teniendo en cuenta todos estos factores, sigue siendo cierto que Estados Unidos tiene una tasa de pobreza alta en relación con otros países. Los últimos datos que tenemos datan de 2015. Se estima que entonces había más de 9,6 millones de niños (13% del total) que vivían en hogares bajo el umbral de la pobreza; entre ellos, 2,1 millones (2,9% del total) vivían en la extrema pobreza. Huelga decir que estas cifras son escandalosamente excesivas. Creo que se deben principalmente a una cuestión muy simple: no gastamos tanto dinero como la mayoría de los países europeos en la protección de la gente que ocupa la parte inferior de la escala de distribución de los ingresos.
Según su experiencia, ¿qué tipo de programas contra la pobreza infantil resultan más efectivos?
Recientemente he participado en una investigación para la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos cuya meta es reducir la pobreza a la mitad en Estados Unidos en diez años. Después de analizar detenidamente los distintos proyectos y las acciones que se podrían emprender, hemos llegado a la conclusión de que el objetivo planteado se alcanzaría simplemente aplicando los programas que ya están en marcha.